Miguel Veyrat 

Entre poesía y humanismo

Rendir homenaje a un poeta hoy día es una manera de afirmar la necesidad absoluta de la palabra poética en el mundo en que nos toca vivir. Las palabras que me es grato dirigir a Miguel Veyrat son de agradecimiento porque respecto a él mantengo algunas deudas. Y aludo a reseñas que ha redactado otrora en su revista digital Ojos de papel. No puedo olvidar aquella hermosa lección de probidad y sensibilidad poética, aplicada precisamente por un poeta al trabajo de la crítica, lo que ha querido desarrollar en múltiples ocasiones. Hoy al expresar mi admiración a la obra poética de Miguel Veyrat, quiero recordar que la admiración forma parte integrante del acto crítico y de la experiencia poética, tal y como yo los entiendo.

Muy a menudo, al leer a Miguel Veyrat, oigo una entonación cuya llamada no es tan solo la de un poeta sino también la de un moralista que ha decantado sus innumerables lecturas para hacer de ellas raros libros de una sabiduría que nos hablan de la vida y de la muerte: Nadie entiende qué significa la muerte/Pero a todos nos iguala la ignorancia, se dice en La puerta mágica. O en su antología Desde la sima: Llevar toda vida a su extremo/ […] Haz de la hoguera un Volcán/ Devora tu propio corazón. Hasta en el exceso, subsiste el tono de la máxima, subvertida.

Y estos pensamientos fugitivos, estos destellos en los que se condensan reflexiones sobre el ser, el mundo y el arte no solo nos revelan una inquietud continua sino también nos deparan una posible respuesta a una interrogación que ha surgido mientras iba yo leyendo a Miguel Veyrat : ¿de qué modo pudo operarse el paso de la prosa, de la crónica o del artículo, la prosa del mundo, a la poesía, a su irrupción en el mundo de la poesía? Un paso, un tránsito sobre el que quiero parar mientes intentando si no comprenderlo, al menos ilustrarlo y a mi modo acompañarlo.

Miguel Veyrat comenzó su carrera por el periodismo en el que se forjó, en pocos años, una reputación de las más halagüeñas. Después entró en poesía como otros en religión, hallando en la escritura poética su razón de ser, una auténtica moral de vida. La poesía según él es un acto de fe para comprender el mundo. Y bien mirado, aquello que he llamado paso se impone al lector como travesía o recorrido que ilumina una trayectoria poética y existencial.

Puede decirse que la poesía ha acompañado desde el principio y de modo continuo la vida de Miguel Veyrat. Cuenta con veintiún años cuando publica su primer poemario, en edición de autor, en Valencia, su ciudad natal: Coplas del vagabundo (1959). Podríamos considerarlo como una “prehistoria” de su creación poética. Más adelante, si abandona la poesía para recorrer el mundo y permanecer a su escucha, observo que la poesía ha sido para él una preocupación constante y bajo formas diversas: traductor (de André Breton y de Jacques Darras, entre otros), y traductor de talento galardonado con el premio Stendhal, concedido por la Asociación de escritores y traductores españoles (ACET) ; crítico literario en su recopilación de ensayos y conferencias, Fronteras de lo real (2007). Entre diversos textos, recuerdo La piedra seguirá cantando en el cual se remonta hasta la juventud – tiene dieciocho años – para evocar su amistad con el poeta Daniel Ríu Maraval. Y, por supuesto, lector de poesía, voraz y diletante a la vez, saltando de un siglo a otro, dialogando tanto con Netzahualcóyotl, chantre azteca encontrado en el claro de Chapultepec, como con el Rilke quien traza “el camino” – Weltinneraum – que conduce hacia el interior del mundo y del ser.

La lectura de los poetas que ha emprendido Miguel Veyrat corre paralela a la de los filósofos, ya se trate de Filón de Alejandría, de Heidegger o de María Zambrano. El primero le enseña que la palabra es puente que se tiende entre los dos bordes de un abismo infranqueable; el segundo, Heidegger, que la palabra/das Wort es el fundamento del ser y la tercera que la palabra es sustancia, pero a la vez transparencia. Las reminiscencias son sorprendentes. En Razón del mirlo, aparece Heráclito, tendiendo la mano a Bernard de Chartres, cuando el poeta es comparado con el “niño que juega con el mundo” (cita, o mejor dicho, alusión al fragmento 52) o cuando es visto como “enano” subido a las espaldas del tiempo, asombrosa glosa de nanus positus super humeros gigantis, fórmula del clérigo medioeval que abre las puertas del espíritu, en pleno siglo XII, a una primera “modernidad.”

El singular gusto de Miguel Veyrat por la cita es una de las explicaciones – ilustraciones – de su fascinación por la palabra poética, la palabra primera y esencial. Poesía y filosofía le han aportado lecciones de vida, un conjunto de principios y pautas para vivir la vida. Y tomaré como sencillo ejemplo al poeta portugués Eugénio de Andrade, citado en Instrucciones para amanecer: “Escribo para remontar las fuentes /Y renacer”/ Escrevo para subir às fontes/E voltar a nascer. La poesía no es solamente una lectura, un “hallazgo” otorgado por la suerte (por citar una frase grata a André Breton); se trata de una experiencia vital, Erlebnis. Escuchar “la voz de los poetas”, título del poemario de 2002, es también, sin paradoja alguna, realizar la experiencia del silencio: Dios de la soledad/dame el silencio preciso para escuchar.

No estoy dispuesto, sin embargo, a abandonar la idea – la imagen – del paso, del tránsito que se impone cuando contemplamos cómo Miguel Veyrat ha transformado cierto discurso sobre el mundo en una labor en torno a la palabra poética. Y por eso vuelvo a ella ahora, porque me parece que la palabra define un eje esencial en la vida intelectual y moral de Miguel Veyrat. Lo que yo designo como paso coincide con una toma de conciencia progresiva – nada que ver con la iluminación o cualquier movimiento epifánico – de la función esencial de la palabra poética como principio de conocimiento, explicación del mundo y regla de vida, lo cual nos trae de nuevo a la moral.
Principio de conocimiento, he dicho: esto es lo que revelan las lecturas emprendidas por Miguel Veyrat, como contrapunto a lo que he llamado el discurso, la prosa del mundo. El mundo visto, expresado por el poeta, nos muestra que “la rosa es sin por qué”, por citar al místico Angelus Silesius, y que el mirlo silba “libre de toda razón humana”, como recuerda Luis Cernuda. Miguel Veyrat a su vez afirma que el mirlo canta “sin miedo a la muerte” (Razón del mirlo) y le corresponde entonces al poeta, más allá de estos modelos, la búsqueda de un “por qué” a la rosa adaptando su canto con la insustituible pauta de la muerte, la que define al hombre en su condición mortal así como lo niega al aniquilar su flujo vital.

La entrada en poesía corre paralela en Miguel Veyrat con una investigación nueva y radical, la de una enseñanza filosófica sobre el ser y el mundo: aquello que me he atrevido a llamar un tono moralista. El mundo que piensa y que escribe el poeta Miguel Veyrat está cruzado por la muy antigua unión de contrarios (coincidencia oppositorum), una forma de apostar o de creer en una posible (y nueva) unidad del mundo. Esta es, de nuevo, una inflexión original de las lecturas de Miguel Veyrat y no creo, en contra de lo que afirmó en su día el famoso cronista Francisco Umbral (en el prólogo a Adagio desolato, en 1984), que deba verse en ello la expresión de un cierto barroquismo, por muy lacónico que fuera. Su ostinato rigore, su mysterium verbal que hace de la poesía una metáfora del silencio, deben atribuirse a esa pasión filosófica que lo embargó conforme iba acercándose cada vez más a la escritura poética.

El paso de la prosa a la poesía supone un retroceso, una retirada que debe inventar, aceptar, con respecto a su posición, no comprometida, pero sí plenamente inmerso en ella, y en cualquier caso del todo envidiable, del periodista. Será el descubrimiento del instante poético, el que transfigure la horizontalidad y lo reiterativo de lo cotidiano en una revelación, este instante vertical del que habla el filósofo y también poeta Bachelard. Esto también supone una inversión radical de lógica de vida, como si el hombre Miguel Veyrat se diera cuenta por fin de que había, durante años, confundido la presa con su sombra. Y son los rastros, las señales de lo que mantengo (¿quizás de forma demasiado racional?) como una toma de conciencia sobre la que me importa volver.

De modo más profundo, lo que me empeño en llamar tránsito implica una nueva evaluación del tiempo, una nueva relación del hombre con el tiempo. Al hecho, al dato inmediato, al suceso, al problema de actualidad, política o histórica, al corto plazo, por hablar al modo de los historiadores, se ha sustituido lo que ha de llamarse el instante, el tiempo esencial. Esta modificación no es de orden intelectual, pero sí del todo existencial; se acompaña de una nueva relación con la lengua, con las palabras que ya no se encuentran ahí para comunicar o dialogar sino para afirmar, trazar de nuevo el camino vital entre las palabras y los hombres : Poesía dame el nombre/exacto de las cosas, con lo que corregirá el verso de Juan Ramón Jiménez invocando a la inteligencia, en su poema Eternidades, como primera fuente del conocimiento. Se trata en fin – y de modo evidente – de una nueva evaluación de aquello que es nombrado o tomado como real. La poesía modifica las “fronteras de lo real”, el título elegido – recordémoslo – por Miguel Veyrat para sus estudios y ensayos sobre la poesía. Ocasión para citar a Novalis : Cuanto más poético, más real.

Pero acaso debiéramos, no por prudencia, sino como simple respeto a la condición humana, hablar más bien de intercambios entre poesía y prosa. Es a esta última a la que me quiero referir ahora más claramente, mencionando – como simple recordatorio – la existencia, en Miguel Veyrat, de una muy singular prosa poética. Pienso en Salsa de menta (1975) y en Ojo de pez (1985), dos textos que se aproximan a la factura novelística para subvertirla, y que deben leerse como sorprendentes fragmentos de una prosa fuertemente impregnada de onirismo que sitúo en la línea recta de una herencia surrealista: invención, hallazgo, lógica alternativa, nueva visión del mundo llamado real y rastros nada equívocos de un pensamiento que oscila entre el derecho a soñar y la protesta militante.
Otra modalidad o aspecto del intercambio entre prosa y poesía: el libro de poemas El Incendario, que en su segunda edición (2007) está dedicado a Pablo, hijo del poeta, y también a todos aquellos que, como el mismo poeta, pertenecen a la generación del vacío. Lo que no dice Miguel Veyrat, es que esa misma dedicatoria había encabezado un ensayo novelado suyo, Carta abierta a un monárquico de siempre, publicado en 1973. No hablemos de novela porque ése no era el espíritu de la colección. Miguel Veyrat se encontraba en compañía de Francisco Umbral, Luis Carandell, Manuel Vázquez Montalbán mandando una carta a un Ultra y de José María Pemán, hombre fiel al régimen, quien se dirige al “Gobierno.”

El objetivo de Miguel Veyrat es sencillo y ambicioso a la vez: dirigirse a una generación de la que forma parte “la que nació con la guerra y la ha sufrido en sus carnes”, la de una juventud – los menores de 35 años – que “representan el 56 % de la población del país.” Pero también responde, de forma indirecta, a Luis María Ansón, director por entonces del muy conservador diario ABC, el cual invoca una muy distinta “generación del silencio.” Podemos arriesgarnos a hablar, casi ante litteram, de autoficción, ya que el narrador, semejante a un tal Miguel Veyrat, evoca Valencia, su ciudad natal.
Recorremos pues las orillas del Turia, cruzamos por el Puente del Real, nos detenemos ante la estatua del rey don Jaime, y circulamos de puntillas por lugares más secretos, detrás del viejo hospital… Respiramos un aire que huele a regaliz, pero no podemos evitar sentir la ruptura de la ciudad en dos, la Valencia de los Blancos y de los Rojos, los viejos barrios elegantes, donde vive el amigo del narrador, el carrer dels Cavallers, y los barrios pobres, los del narrador, republicano para quien la hipótesis de una monarquía liberal resulta insoportable. Por su lado, Javi, el amigo, ha fundado un “Círculo de estudios monárquicos”, pero ambos serán detenidos en las algaradas de la “guerra universitaria.”

 

Al doble fugitivo de Miguel Veyrat le gusta Georges Brassens, Muerte en Venecia de Luchino Visconti. Pero poco a poco las cosas cambian: los extranjeros invaden Benidorm y el país cae bajo el liderazgo del Opus Dei y del almirante Carrero Blanco, mientras una ley orgánica no deja duda alguna sobre quién será el sucesor del Generalísimo. Doloroso contrapunto: Javi va a morir. El narrador seguirá conviviendo con “el mismo olor a podredumbre”, palabras repetidas que iremos encontrando de nuevo en uno de los primeros poemas agrupados en Desde la sima.

 

Quisiera terminar lo que no es sino un sobrevuelo demasiado raudo de la obra de Miguel Veyrat con Paulino y la joven muerte (2004), relato más que novela, que considero una suerte de síntesis – o de inesperado compromiso – entre prosa y poesía, entre imaginación y reflexión. Cabe leer este relato corto como una fábula de nuestro tiempo y para nuestro tiempo. La conclusión, encomendada al Aristóteles de la Política, muestra de sobra que los personajes de esta España contemporánea se encuentran atrapados en una historia o Historia con mayúscula que los supera. Por lo demás, en unas “Notas para un eventual epílogo”, el narrador considera aquello que acaba de escribir como, y cito “la historia del propio pueblo español, si hubiera luchado para sacar a plena luz toda la suciedad que llevaba pegada a sus ropas desde la guerra civil, si las hubiera lavado a tiempo y tendido al sol.”
No se puede reescribir la Historia, sin duda. Pero se puede proceder a un buen lavado de la ropa sucia en familia. ¿Por qué esta gran colada que se hizo tanto más necesaria cuanto que tardó demasiado en llegar? Es que se trata nada menos que de la memoria histórica, la que debe hacer justicia a los “vencidos”, a las víctimas de esas ejecuciones sumarias que han llenado tantas fosas comunes. La fábula inventada por Miguel Veyrat no hace sino anticiparse – en el momento de su publicación en 2004 – al curso de la historia de la España actual y de la Ley por el derecho a la memoria, adoptada en 2007. De paso, subrayaremos de qué modo la ficción repite – tanto en sentido propio como en el figurado del término – la Historia, la política, e incluso la anticipa como aquí. La ficción que es escritura de la historia va desvelando aquello que la Historia oficial había ocultado. Pero buscamos en vano, a lo largo del relato, cualquier dimensión didáctica o el eco de una tesis que defender, sino más bien una moral para uso de los hombres que es preciso encontrar. El compromiso, hay que buscarlo en las convicciones humanistas del narrador. Ahí donde algunos se sienten tentados de “pasar página”, Miguel Veyrat se apodera de ella para entintarla con palabras esperadas desde largo tiempo.
Dos destinos se cruzan, se encuentran: el de Paulino, limpiabotas y lector de buena literatura, y un tal Andrés Rosseta que en muchos aspectos se parece a Miguel Veyrat, ya que se trata de un periodista conocido y reconocido. Este último compra un buen día, un molino de agua cuyo entorno se revelará como aquél donde se realizaron las ejecuciones sumarias de miembros de la familia de Paulino, perpetradas por el propio padre de éste último. Como resumirá al final Andrés: “el hijo del fascista asesino, que ha pasado toda su vida limpiando las botas de los vencedores, descubre finalmente la tumba donde se escondía el crimen que presenció, por casualidad, cometer a su propio padre.” ¿Será preciso añadir que tal hallazgo inaugura un proceso de catarsis que, desde el drama personal que representa en la historia, puede convertirse en colectivo en un plano que llamaremos nacional ? El lugar descubierto se convierte en aquel donde Paulino nace “por segunda vez” y donde desea morir.
La estructura de este relato es sencilla y brota de una poética que no dudo en calificar una vez más de surrealista. La etiqueta estética encuentra aquí su justificación con esta pregunta: “¿Qué relación podía existir entre Paulino y mi viejo molino, completamente reconstruido ahora […] ?” Y aún más: “Pero la vida me había acostumbrado a esas extrañas señales.” La aventura, aquí, ya no se encuentra en la esquina de una calle sino sobre las ruedas de un molino. Otro guiño intertextual: la referencia a la picaresca, la relación en primera persona acentuando la confusión entre el personaje y su creador que comparten la misma fe en la fuerza de la poesía : Y cito: “ Las palabras son nuestra ética.” Frase lacónica, pero que acredita la lectura que hacemos de la poesía de Miguel Veyrat.

La lección – peligrosa palabra que aceptamos utilizar – de este relato estriba en la afirmación de una nueva moral: desmarcarse del principio cristiano que se resume en “dar la vida por los demás.” Se trata más bien de “transmitir la vida a otros, a todos los demás.” Entonces es cuando se afirma, a mi modo de ver, la convergencia entre esta historia y el precepto moral más antiguo que trasciende los siglos y las culturas: el respeto debido a los muertos, la lección de Antígona. Sin duda Miguel Veyrat, gran lector de María Zambrano, ha encontrado la ocasión de meditar acerca de este mito fundador. Escuchemos a este peregrino poeta: “Al final, siempre hay un poeta u otro que recoge los cantos o los llantos, los aprende para volver a cantar y plañir, seguir alentando a los que, como Paulino o cualquiera de nosotros, también desfallecen de frío o de miedo, simplemente, de falta de amor.”

 

Estas líneas me inspiran, a guisa de conclusión, dos series de observaciones. Por un lado, el narrador asume de modo significativo aquello que he querido llamar la “lección del aedo, del poeta antiguo.” Me explico. Ulises, en el palacio de Alcínoo, llora al escuchar cantar al aedo sus desgracias, el infortunio de sus compañeros y el de Ilion, también llamada Troya (Odisea VIII, 970). Alcínoo se asombra de la pena de su huésped. Pero el aedo canta “para que el canto siga existiendo para los que han de llegar.” Esta observación tiene valor de proposición teórica : la poesía se encuentra al servicio no solo del consuelo, sino de la memoria y la esperanza. Es una manera de triunfar, metafóricamente, sobre la muerte. Es una lección – lo vemos una vez más – en la que se confunden palabra poética y su propio alcance moral.
Por otra parte, las palabras de Homero recuerdan oportunamente la íntima fusión entre la naturaleza y la función de la literatura – o de la poesía – o de cualquier invención sea verbal, sea artística. No se puede responder al “por qué” de la literatura salvo enhebrando verdades elementales o paráfrasis. En cambio, sí que podemos contestar al “cómo” de la literatura o de toda creación, en cuanto que ésta como aquélla son una serie de formas interpuestas entre el hombre creador – o lector o espectador o auditor – y lo que esos mismos hombres llaman real, realidad, cotidiano.
Porque lo propio de la literatura y de todo acto creador consiste en confundir, en una sola y misma realidad, su naturaleza y su función, su nacimiento, su razón de ser y su fin.
[Discurso de homenaje a Miguel Veyrat organizado por el Catedrático Manuel Angel Vázquez Medel Medel en la Universidad de Sevilla el 17 de octubre de 2019 con motivo de la salida del libro de Françoise Morcillo, Miguel Veyrat: Passage de l’aube, @l’Harmattan, “Classiques pour demain”, 2019]

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