Llueven corazones de cieno
La poesía no precisa de más credenciales
que las que es capaz de transmitir al ser leída.
Miguel Veyrat
María Isabel Saavedra
Psicóloga Clínica, egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán. Ex-docente de la Facultad de Psicología, y por extensión en Filosofía y Letras de la UNT. Ex-investigadora del Consejo de Investigaciones de la UNT (CIUNT). Ha publicado ensayos de su especialidad y artículos en diarios y revistas. Es autora de Otro cielo para el Facundo (2010) –novela breve–, declarada de interés cultural en el departamento Facundo Quiroga de la provincia de la Rioja; Gallito ciego (2011) –microrrelatos–, Cuaderno malva (2013) –poemario– y Tribulaciones de una hormiga (2013) –poemario–. Las dueñas del desierto (2014) es su tercer poemario, en proceso de publicación. En 2014 obtuvo el Primer Premio en el concurso de relatos organizado por la editorial española Amargord –con sede en Madrid– y el programa Poemas de Radio que se emite por Radio Universidad, dependiente de la Universidad Nacional de Tucumán.
Resumen
El siguiente trabajo tiene por propósito considerar algunos indicios de la travesía poética de Miguel Veyrat a partir de Un poema (Poniente, 2012). El poeta –como sujeto moderno– ocupa un nuevo lugar en la disposición del saber a la luz de los acontecimientos ocurridos en la episteme moderna, desde la perspectiva filosófica de Michael Foucault y María Zambrano, y psicoanalítica de Jaques Lacan.
Diría –antes que nada– que mi punto de partida está constituido por la siguiente premisa: la finitud es el lugar desde el que el poeta da cuenta de aquella pérdida originaria; esto es: palabra escindida de una casi imposible y cierta claridad.
Llueven corazones de cieno: de la atemporalidad del inconsciente a la función de la falta.
Algunos indicios a partir de Poniente (2012), de Miguel Veyrat
En el comienzo, sólo un poema que se titula “Un poema”:
Un poema
Canto todo cuanto perdí, follaje oscuro o sueño
que desciende envuelto
en llameante rocío. Corazones de cieno llueven
rusiente furia humana floración rota de lenguas
radical error de paralaje.
Lo que perdí sigue el combate. O férvida pupila
(Veyrat, 2012: 27).
Concluido el feliz acontecimiento de lectura que suscita Poniente (2012) –de Miguel Veyrat– creo haber encontrado en “Un poema” cierto patrón de travesía posible en su práctica poética y –en consecuencia– me he permitido –al menos de modo provisional– tomar algunas notas al respecto.
Diría –antes que nada– que mi punto de partida está constituido por la siguiente premisa: la finitud es el lugar desde el que el poeta –como sujeto moderno– da cuenta de aquella pérdida originaria; esto es: palabra escindida de una casi imposible y cierta claridad. A pesar de esta contingencia, Miguel Veyrat presume que en el fondo de los mitos lo único que hay es metáfora como ser del lenguaje en “llameante rocío” (2012: 27). Conjeturo: tal vez ese “follaje oscuro o sueño” (2012: 27) devenga la sustancia por excelencia de “Un poema”. Al volver la “férvida pupila” (2012: 27) al espacio liminar de la atemporalidad del descenso es preciso –digámoslo de una vez– que el poeta advierta el “radical error de paralaje” (2012: 27). A partir de allí –en efecto– se asistirá al surgimiento de una nueva peripecia discursiva: la posibilidad de dar el carácter de fecundidad transformadora a la afirmación de la falta. De modo que el reconocimiento del territorio de la pérdida constituirá la condición de posibilidad del encuentro de originales estrategias para el combate; a saber: combate no como verdad, sino como hechura. En suma: construcción de conocimiento poético y despliegue de su función creadora y metafórica del ser.
Por supuesto: no se apela en esta discursividad eminentemente lírica a la alegoría de un Golem hueco –ente de barro y lenguaje– que implique la aceptación de un Dios creador y quizá por ello mismo manipulador. Si Miguel Veyrat no se rinde –y su riesgo, evidentemente, es puro combate– se desplazará sin duda más allá del desconcierto de la “humana floración rota de lenguas” (2012: 27); en otras palabras: su posición de poeta –y por eso mismo de pensador– supone, por lo tanto, dotar a la palabra poética de una categoría atemporal inspirada de una divinidad incesante. No en balde, escribía el filósofo Michel Foucault en Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas (1966): “En el pensamiento moderno no es ya reconocible tal origen: se ha visto cómo el trabajo, la vida y el lenguaje adquirieron su propia historicidad, en la cual están hundidos: así, pues, no podían enunciar jamás verdaderamente su origen, si bien toda su historia pareciera que apunta, desde el interior, hacia él” (1998: 320).
De suerte que es dable suponer que es la historicidad –y no cualquier otra instancia–la que se muestra en su propia trama: “la necesidad de un origen que le sería a la vez interno y extraño: como la cima virtual de un cono en el cual, todas las diferencias, todas las dispersiones, todas las discontinuidades estarían reducidas para no formar más que un punto de identidad, la impalpable figura de lo Mismo, con poder de estallar y convertirse en otro” (Foucault, 1998: 320 – 321).
Ahora bien: esta cercanía del poeta con un origen –siempre inocente, joven y escindido– no tiene su cima sólo en el punto del nacimiento como descenso envuelto; es decir: su envoltorio responde también a ese conjunto de pensamientos enmarañados que lo habita. De hecho, el descenso presume el envoltorio del propio tránsito y de un lenguaje anterior a él.
Entonces: ¿responde el poeta únicamente a esa historicidad originaria? En cierto modo sí –desde él como individuo–, pero Miguel Veyrat lo anuncia en “Un poema” de singular manera; o sea: se trata también de un “radical error de paralaje” (2012: 27), el del poeta, hombre indudablemente moderno. Y éste –hay que decirlo una vez más– adquiere una nueva forma respecto del hombre medieval y del hombre clásico: adopta la forma de un doble empírico y trascendental. Esther Díaz lo señala como sigue: “De antiguo la enfermedad se había relacionado con una ‘metafísica del mal’” (2003: 36). Confrontada con la naturaleza, la enfermedad muestra su sesgo negativo. Se trata de la negación misma de la naturaleza. En la Modernidad, conectada con la muerte, la enfermedad se abre para ser leída. En suma: se torna visible y digna de ser enunciada. Pasa por ende a ser positiva en todos los sentidos de la palabra: positiva porque es empírica y por lo tanto puede verse; positiva porque puede anunciarse y constituirse en discurso científico; y –finalmente– positiva porque permite acceder a la verdad –al menos la de la medicina moderna–. Nuevamente Esther Díaz: “El hombre se dispone en el dominio de este saber positivo sobre el terreno de aquello que lo constituye como hombre: su propia muerte” (2003: 36).
Podríamos hacernos –en consecuencia– una pregunta no despreciable: ¿cuál es el lugar de la propia supresión del hombre para describir su condición? Quizá el cadáver: es en ese lugar de supresión donde se lee a sí mismo y se da efectivamente como objeto de la ciencia.
Se advierte entonces que el poeta es también un individuo. La muerte, la enfermedad y la locura marcan el límite ante la riqueza inagotable de la naturaleza. La Anatomopatología resulta paradigmática como disciplina de la individuación. La posibilidad de la muerte afirma al hombre como finito, condición sólo posible desde la negación renacentista de lo infinito. El hombre es a la vez un objeto que puede objetivarse y un sujeto que se describe y enuncia.
Agreguemos algo más desde la estela abierta por Michel Foucault: la irrupción de las ciencias humanas en el campo de saber es una experiencia moderna. El estatuto del hombre ha cambiado como figura epistémica. No será ya sólo el ser vivo, sino aquél que trabaja y habla. La consumación de la novedad epistémica viene anunciada en la figura de Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605 y 1615) es la bisagra entre dos épocas: Renacimiento y albores de la Modernidad. En el errabundo viaje del hidalgo la escritura ha dejado de ser la prosa del mundo. La similitud es ahora posible; por cierto: sólo a condición de las matemáticas.
¿Es que el poeta no tiene –acaso– en su cajón de sastre todo el juego de las similitudes? ¿Cuál es el nuevo poder de las palabras ya definitivamente separadas de las cosas? En la conmovedora segunda parte del Quijote es Cervantes –el poeta reconocido por personajes de la primera parte– quien a pesar de él “recoge todo lo hecho, visto, dicho y pensado en un texto” (1998: 55). Vale decir: la verdad de don Quijote se aloja en el tenue entretejido del lenguaje.
¿Cuál es la consecuencia de esta operación en el orden de las palabras y las cosas? Sostiene Michel Foucault acerca de la cuestión:
Una vez desatados la similitud y los signos, pueden constituirse dos experiencias y dos personajes pueden aparecer frente a frente. El loco, entendido no como enfermo… [sic] sino como desviación y función cultural indispensable, se ha convertido en la cultura occidental, en el hombre de las semejanzas salvajes… [sic] enajenado dentro de la analogía… [sic] es el Diferente [sic] en la medida que no reconoce la Diferencia [sic] (1998: 55 – 56).
En el otro extremo del espacio cultural –pero muy cercano por su simetría– aparece una nueva experiencia del lenguaje: el poeta, quien bajo “los signos establecidos y a pesar de ellos, oye otro discurso, más profundo, que recuerda el tiempo en que las palabras centelleaban en la semejanza universal de las cosas” (Foucault, 1998: 56). El loco y el poeta: dos lugares –dentro de la disposición del saber moderno– en posición limítrofe. Es decir: el loco –en el borde exterior de la cultura– cuyo lenguaje prolifera sin diferencias entre las palabras y las cosas, como si se tratara de una torsión implícita de la muerte; y el poeta –lo más cercano a sus partes esenciales– que asegura por su parte la función inversa de un carácter alegórico, reconoce su finitud y la de las palabras, pero puede –justamente desde su licencia poética– nombrar y crear lo impensado y abrir un espacio de saber quizá otro.
Una vez más el poeta da cuenta de un saber en el que se hunde el lenguaje: Justine y Juliette (1791 y 1797). En el marqués de Sade, el libertinaje es representado como elemento de un cuadro casi hasta el agotamiento. En suma: Justine se queda en la representación a la manera de una figura neoclásica como objeto de deseo; Juliette –mientras tanto– se asoma a la finitud como sujeto deseante, sujeto de deseo nunca satisfecho. Algo más: Justine no conoce el deseo, lo representa; Juliette –por el contrario– emite el discurso deseante y ahí mismo se representa.
Es entonces el deseo –que precede y desborda– el que sesga desde ese lugar de deseo sin objeto y la finitud del hacer poético. En esta perpetua inquietud –el “llameante rocío” (2012: 27), diría Miguel Veyrat– el poeta da cuenta de su situación: el inextinguible tesoro de la experiencia simbólica y el límite inefable de la palabra. Recuerdo en este punto –por cierto– una precisa meditación de Jacques Lacan: “En cuanto al límite inefable de la palabra, este radica en el hecho de que la palabra crea la resonancia en todos sus sentidos. A fin de cuentas, somos remitidos al acto mismo de la palabra en cuanto tal. Es el valor de este acto el que hace que la palabra sea vacía o plena” (1984: 353). Es decir: la palabra plena –la que crea la resonancia de todos los sentidos posibles e imposibles– dice de tal manera que no se pueden decir todas sus significaciones. Lo que resta es –en consecuencia– bordear lo indecible.
Miguel Veyrat lo dice a su modo: “Corazones de cieno llueven / humana floración rota de lenguas” (2012). En estos versos de “Un poema” se tematiza el valor del acto. Palabra que atraviesa la membrana del lector y tiene no pocas consecuencias. Por lo tanto se trata de palabra plena, palabra fin en sí misma. A su vez, la palabra plena permite ver, revelar. No toda palabra es acción poética en el sentido de aserto en torno a la verdad.
En la región en que el saber del psicoanálisis –ejerciendo una función crítica– hace hablar desde la conciencia al discurso del inconsciente, su modalidad operativa es la de ir directamente hacia “aquello que está allí y se le hurta, que existe con la misma solidez muda de una cosa, de un texto cerrado sobre sí mismo o de una laguna blanca en un texto visible y que se defiende por ello” (Foucault, 1998: 363). Sería erróneo suponer que la tarea psicoanalítica consiste en la interpretación de un sentido, el levantamiento de una barrera o la dinámica de una resistencia; se trata –antes bien– de un recorrido inverso hasta el momento “inaccesible por definición a todo conocimiento teórico sobre el hombre” (Foucault, 1998: 363), donde los contenidos de conciencia se despliegan o se articulan sobre la finitud, región en la cual la representación permanece en suspenso y permite entrever la existencia de un sistema con sus propias leyes. Lugar –precisamente– de radical error de paralaje en el que se desnuda el conflicto de la repetición muda de la muerte; lugar entre el deseo desbordado-desatado y la norma; lugar entre las significaciones y los sistemas en un lenguaje que es al mismo tiempo ley. En suma: la región donde la representación permanece en suspenso es justamente el inconsciente atemporal.
Podrá objetarse –desde una mirada corta– que el espacio de la “humana floración rota de lenguas” (Veyrat, 2012:) responde sin más a la mitología freudiana. El camino de las ciencias humanas recorre hacia adelante –en la vía de la representación– la ilusión de una siempre creciente revelación consiente; pero es en el núcleo mismo del mito freudiano donde encontramos la posibilidad de pensar la irrepresentable finitud. La práctica poética –entendida como saber y hacer– puede no ignorar la ciencia, pero se aleja de ella como conocimiento. En síntesis: su razón no es otra que la razón poética. Leamos a María Zambrano en su inquietante aserto:
La razón es múltiple al par que es una… De la razón poética es muy difícil, casi imposible hablar. Es como si hiciera morir y nacer a un tiempo; ser y no ser, silencio y palabra, sin caer en el martirio ni en el delirio que se apodera del insomnio del que no puede dormirse, solamente porque anda a solas… Terror de perderse en la luz más aún que en la oscuridad… el sentir la vida, donde está, y donde no está, o donde no está todavía. En este ‘logos sumergido’, en eso que clama por ser dentro de la razón (2011: 167-168).
“Un poema” supone la confesión de un “radical error de paralaje” (2012: 27). En la marginalidad del lenguaje como ley, en el lugar del mito al fondo de la memoria, el poeta –acompañado de su pánico– hará de la incertidumbre su razón. En su acto poético –donde poiesis e inventio se ponen en funcionamiento– todas las diferencias y todas las significaciones estarían transmutadas para no formar más que un punto de identidad, la impalpable figura de lo Mismo [sic], con poder de estallar y convertirse en Otro [sic] significado.
Como mujer del campo Psi y poeta, me pregunto –y me respondo– con Jacques Lacan en registro radiofónico: ¿qué debo hacer? En palabras del eminente psicoanalista francés: “Lo que hago es extraer de mi práctica la ética del bien decir” (1993:124). Adviértase: decir y no hablar, porque cuando uno habla no sabe lo que dice. Entre el decir y el hablar se sitúa el no saber, indiscutible lugar del deseo. Sería como decir en este caso: hay algo que mi yo lírico no sabe, falta en ser; sin embargo respondo por todo mi no saber; nombro desde mi falta enlazada a la ley de un lenguaje encarnado.
Miguel Veyrat, en su libro Poniente (2012) –como el alegre alfarero– se ocupa de casi todos estos menesteres.
Bibliografía
Díaz, Esther, La filosofía de Michel Foucault, Buenos Aires, Biblos, 2003.
Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 1998.
Lacan, Jacques, Seminario I, Buenos Aires, Paidós, 1984.
–, Psicoanálisis, radiofonía & televisión, Barcelona, Anagrama, 1993.
Veyrat, Miguel, Poniente, Madrid, Bartleby, 2012
Zambrano, María, Notas de un método. Introducción de Agapito Maestre, Madrid, Tecnos, 2011