El prólogo de Mónica Manrique de Lara ha sido elogiado por todos los comentaristas que hasta hoy han reseñado el libro. Creo que sería una desatención mayor hurtarlo a los lectores de su muro y el mío, dada la calidad docente del verbo de Mónica y la claridad de su pensamiento al exponer sus ideas:
UN DIOS ANTE EL ABISMO
En la voz más interna de un hombre se yergue intacta la mañana de su nieve, y de esa luz antigua, pura y desarropada, casi se intuye, al presentarse el corazón de su palabra, el paradigma de su propio aliento fértil, si es que este hallazgo pudiese ser posible. Ese hombre ante el que nos hallamos es el poeta Miguel Veyrat, de esencial trayectoria vital en su continuo anhelo de búsqueda en los más hondos lagares de la acción, de la reflexión y del conocimiento, todos ellos hermanados y afluentes hacia un río principal que no es otro que su vasta y singularísima producción lírica, agitada y profunda, transgresora y transformadora, sumida en la irreverencia y, al mismo tiempo, apasionadamente fiel a las fuentes más remotas de su civilización, como hombre comprometido con su acervo cultural y con su tiempo. De este afán se deriva la presencia de un esmerado tejido de referencias de carácter filosófico, histórico, mitológico, literario e incluso esotérico con las que alberga la sustancia de su poesía, y que resultan magistralmente injertadas y metamorfoseadas, tanto en el conjunto cohesionado de su obra como en cada uno de los textos que la conforman, sin que ningún elemento quede abandonado al albur de lo gratuito.
Con todo ese magma nutricio, que canaliza con ardor en su palabra, Miguel Veyrat, como figura única e indispensable de nuestro panorama lírico, ha ido construyendo un personalísimo cosmos en el que, consciente de la necesidad de ser guía en la lectura de sus libros, va incorporando, al final de cada uno de ellos, una sección de “Alcabala de deudas y notas”, que resultan ser, sin duda, verdaderos caminos de luz para quienes nos adentramos en su fascinante travesía poética.
Desde el zigurath de Roche
Formando parte de esta médula espinal hallamos Vértigo, cuyo revelador título alude a una sensación de inseguridad y de miedo a precipitarse desde una altura previamente alcanzada. Y esa altura a partir de la que Miguel desangra su pluma es en esta ocasión el Faro de Roche, antigua torre vigía de las costas gaditanas y lugar donde la mirada y el corazón del poeta inician su periplo, al borde de lo que, en otro tiempo, fueron las proximidades del eterno confín de los mundos conocidos, abismo infranqueable. Descubrimos con fascinación que el citado faro abre la vista a aquel otro de Trafalgar, magno e imponente, construido sobre las ruinas de un templo romano. Así, en la perspectiva lírica y sentimental del poeta, aventuramos que ambos faros se observan como si de dos amantes en cópula de luz se tratara. Este indicio parece adquirir una simbología plena al comprobar que a través de todo el texto se engarza, tan poderosa como veladamente, un culto a la figura femenina por medio de sus arquetipos, que el autor desordena en cuanto a escenarios y funciones, tomando como punto de partida a la desterrada Lilith.
Las torres de Guzmán y de Roche se van entretejiendo, como espacio geográfico, con otro ficcional en el que el sujeto poético se sitúa junto a su amada, encarnada al inicio en la figura de la idealizada Beatrice. Este espacio es la sombra del árbol prohibido en aquel Edén perdido y su memoria. De este modo, el testimonio de su angustia y su exilio existencial queda, a un tiempo, representado en su posición vertiginosa frente al océano, al filo del abismo, y en el bocado de manzana atravesado en su propia garganta. Ambas imágenes se ciernen sobre el desarrollo de todo el texto, dando lugar a un movimiento pendular entre la vida y la muerte.
Nos hallamos, pues, ante una travesía que se realiza, paralelamente, a través de la historia del ser humano y la vida del poeta. Y en esta ambiciosa empresa en que los planos existencial y lírico quedan fusionados, Lilith, junto a todas sus hijas y hermanas, es auroral y simbólico faro en la agonía y pesadumbre del poeta, desterrado de una dicha quizás intacta en aquella libertad por la que la misma Lilith se irguió, quedando de este modo y para siempre, condenada al repudio y al ostracismo. Y es aquí donde su figura alcanza un valor revelador, pues siendo ella anterior al caos que nos compele a vagar por el bosque incendiado de nuestras conciencias, su figura representaría el punto de origen de lo que la existencia humana podría haber sido. Llevada hasta este enfoque, Lilith se hermana en la pureza con Beatrice, Melibea, Ofelia, Julieta, pues ha adquirido el más neto valor de la autenticidad y de la belleza.
La sombra del árbol
En la primera de las nueve secciones del texto, llamada “Junto al manzano”, el poeta nos traslada de manera explícita ante la imagen del pecado original. Bajo aquel árbol prohibido, junto a su amada y el caleidoscopio de todos sus nombres posibles, él alienta su búsqueda de sentido a través de su anhelo amoroso, siempre en pugna con otras fuerzas limitantes ante las que se rebela: “en mi bendito delirio de los remolinos en que medio me atraías y yo / medio me hundía y no me dejaron descender ni ver adónde” (p. 9). El albor de la inocencia, como néctar en la sangre de Ofelia, provoca un ansia fértil en el corazón iluminado del poeta, y es así como su latido, injertado en el viento, trasmuta el cáliz de su noche en el poema. De este modo, atravesado por su condición masculina y por los clamores de la civilización y de su propio tiempo, busca respuestas a sus interrogantes esenciales, siendo el amor como hilo de seda que va tejiendo el tapiz de la esperanza, en el reino de Hades.
En “Hijos del rosal”, el poeta inicia un camino de retorno hacia el origen, que descruza la propia vida atravesando los espinados bosques de la memoria. A través de los tallos de la juventud y de la infancia, ahora también ya cubiertos de espinas, llega hasta el núcleo que mueve las olas de aquel océano de vida en preexistencia en que todo se sueña. Lleva consigo el aliento recogido de sus ancestros en el ramal infatigable que discurre hacia sus postreros destinos. En ese vientre cósmico del viento, hallamos las figuras de Adán y Hamlet, herederos de Lilith, venidos de las turbias y oscuras mareas de ese universo asible que es el mar de la existencia, del caos, y de la muerte que nos deglute. Y esta es nuestra estirpe.
El ansia de infinitud del poeta, enfrentada a la conciencia de la muerte, le condena a un continuo retorno. “Mi propia sombra anticipa el rastro” (p.19), escribe desde “el zigurath de Roche”, hecho de altura, de noche y silencio. La tercera sección, llamada “Hermanas cosas”, se consagra a la materia. A partir de la crisis del espíritu, el mundo físico deviene hogar del hombre, salvación en la Tierra, una especie de red en que el espíritu reposa frente al acantilado. Todo es muerte, destrucción y olvido, y tan solo la materia, revelada como realidad asible y constatable, se presta a ser anclaje de este mundo. Las cosas se vinculan entre ellas y suplen aquellas constelaciones de la conciencia para ser, ellas mismas, matriz del pensamiento. Entonces, desde el ámbito asolado de su espíritu, da la espalda a los afanes de su alma y se rebela con fuerza contra lo inmaterial y contra todo aquello que pertenece a su orbe: la metafísica, el sueño, la memoria, el ardid de la palabra. “Entiéndelo tú huésped extraño que vives/ Escondido en mis entrañas latiente llama” (p. 26), parece justificar ante su propia alma el poeta.
Aunque la aurora no ilumine el camino de nuestras almas, sí da concreción a las formas que definen el mundo. La materia es, por tanto, memoria y espejo, de ahí que la infinitud se esconda en ella: “Soy yo la eternidad dice la pobre mesa/ Soy la eternidad canta la cama deshecha” (p. 26). De este modo, la experiencia sensorial da cabida a la esencia del universo.
En este proceso de desafección de lo inmaterial, la palabra pierde forma y deja, con ello, de nominar el mundo en equivalencia con la realidad, por eso el autor se subleva ante ella: “Y lejos caen estas palabras como cosas que desbordan esa nave de / locos por la lengua y nadie las recogerá en el vacío de lenguaje (p.29). Incluso el propio verso se va adensando hasta convertirse en un magma que se extiende y se derrama. Las palabras se rompen al final de párrafos informes que gotean, los unos sobre los otros, amalgamándose y trasgrediendo los parámetros de cohesión y coherencia del texto, quizás en un afán secreto de inundar el vacío del espíritu. Es como si el poeta tendiese a convertir la sustancia de su escritura en un trozo de barro con el que reconstruir el mundo y a sí mismo. : “Vaciad el logos / Y olvidad hasta el habla / Tachad lo que haya escrito” (p.35).
La luz en el vacío.
¿Pero qué habría de suceder en el ámbito de nuestra civilización para que la existencia lograra un solo punto de raigón en mitad del universo? ¿Qué debemos rescatar? ¿O acaso, más bien, tras leer los primeros versos de “Fugados a la nada”, cabría preguntarse qué ha de serle extirpado? En huida por un océano de vacío, aparecen pecios dispersos como pequeñas balsas que se eternizan en su deriva; son los restos del mundo tras el oscuro desorden, ahora hechos luz y clamor de los comienzos: “Esta parcela aún no disuelta de la nada/ Busca un punto de apoyo” (p. 37).
El poeta dialoga con Heisenberg sobre la indeterminación de la vida y parafrasea a Chantal Maillard para decirnos que “El mundo siempre es a posteriori”. Quizás entonces vivimos despojados de verdadera existencia, siempre hacia lo inalcanzable, abocados a la locura del no ser. ¿ Es el vacío la patria posible, lugar desde el que sentir como un sueño la existencia infinita? Desde esta perspectiva, hay una súbita llama que posibilita la visión de lo aún no nacido. La palabra recupera entonces, a través de la poesía, su valor como espacio de búsqueda de la verdad, en respuesta a lo indecible, allá donde la lengua y el pensamiento se abisman. Y es aquí donde el caos se convierte en salvoconducto, la más pura verdad de la inocencia encuentra nuevamente cabida y todo puede quizá volver a ser posible.
En “Kénosis del ausente”, el poeta, ya inmerso en la nada, contempla la magnitud del humano invento de Dios como colosal espejismo. La esencia del hombre deviene así el Todo, es decir, se hace dios creador al crearlo. A través de este delirio, los dioses, con su falta de sustancia, anegan nuestra más propia ausencia. ¿Dios es el Todo o la fusión con la Nada? ¿Hemos perdido, en su invención, hasta el anclaje del no ser como vacío? “Mas vi con estupor al tratar de ausentarme cómo la nada se alzaba / aún en la encrucijada de lo sagrado para el tiempo que viene / por designio de los humanos Aquí reside un Dios / Cuál de ellos Nadie lo sabe Es el vacío” (p.46).
Todo lo creado e increado es espejo y sombra, vacío transitado a lomos de nuestra mente y eternizado en la ilusión o creación de los espacios. Resurge la memoria en el devenir del tiempo, y con ella, capas de herrumbre que se apilan sobre los inicios del hombre hasta levantar montañas de falsas apariencias, creencias e imágenes que enajenan a los creadores inocentes hasta “abrasar sus labios”, y con ellos sus lenguas, mancillando la pureza de sus corazones con la ceniza. Pero si el vacío es verdaderamente un vientre, los poetas y los niños, desde su cercanía al origen, quizás alcancen a preservar lo más esencial y misterioso del ser, esa poiesis que Platón definía en El banquete como “causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no ser a ser”.
Al cierre de esta parte, el poeta escribe: “Abrió todo al inicio con sorpresa ahora/ al desnudarnos de todo lo aprendido para mejor arder” ( p.52). Esta semilla nos conduce hasta “Partícula del todo”, sección en la que el hombre se revela como leña de anhelo que, en el afán creador de su sueño eterno, busca en lo aún no hallado lo perdido, y en lo perdido, lo hallado: “Canta poeta ciego a cualquier Atlántida perdida” ( p.54). Con esta rueda detenida en el sendero, el poeta se exhorta a sí mismo a fin de retraerse a la búsqueda de la verdad en la poesía, “partícula de un todo / respirable aún al salir del río con un escorpión encaramado a la espalda” (p. 59). Queda la realidad de la experiencia vivida, lanzada desde la memoria en forma de piedra. Sin embargo, resiste en la insurgencia del poeta un hondo pálpito de trascendencia como faro por el mar de la existencia. Así, con los ojos bien abiertos y la vela izada, el hombre que alzó sus muros de convexa racionalidad y, de este modo, dejó de ver tras ellos, vuelve a vislumbrar la oportunidad de recobrarse a sí mismo desde el cobijo del amor y de la poesía. Alumbran su cráneo las constelaciones del cielo en la travesía de su exilio, allá el fervor de Eliot, allá la dulce Ofelia y su regazo, o el joven Rilke caminando por la muerte, o René Char iluminando los abismos.
Mi sombra al despertar
Mas nuestra trayectoria existencial nos aboca, ineludiblemente, a esa mirada hacia el abismo que recorre todo el texto. De este modo, en “Invitación al trapecio”, el autor nos insta a enfrentarnos a ella “sin manos y al aire libre”, colocándonos bajo la espesa y opaca carpa del circo de la vida como espectadores de nuestro propio vértigo. Con el movimiento oscilante del trapecio, sin red que nos acoja, quedamos atrapados en el laberinto, oscilando entre las fauces del Minotauro o el rescate a través del ovillo de amor de Ariadna.
El pulso de la travesía se adensa y se acelera en esta penúltima sección del texto. Se concentran en ella todos los símbolos con los que el autor ha realizado su travesía, quedando finalmente desvelados, en su conjunto, como indicios de una muerte omnipresente en la constante evanescencia de la vida. Y así, desde lo alto del trapecio o alzado por los cantiles de Roche, el poeta se encuentra en un movimiento pendular entre el irredento olvido y la posibilidad de la llegada de una nueva génesis. Hallado ante la muerte, solo le queda entregarse a ella, de un modo u otro. De cualquier modo, somos la leña necesaria para que la zarza ardiente se eternice: “Aquellas zarzas Bebieron /de nuestra sangre Comieron de nuestra carne desgarrada”.
Finalmente, en “Mi sombra al despertar”, el hombre entrega su último aliento al amor como modo de ascenso. En la patria del corazón, el niño sumergido ya en el mar da brazadas como hoguera en esa noche que preludia la aurora: “Cuando el tiempo acelera / A la misma velocidad que termina” ( p.70). Es aquí donde el poeta deja escrita una postrera pregunta: “Cómo será ahora el no ser no ver ni amar” ( p.72). De este modo, abriga su propio sueño antes de lanzarse al océano, eterna realidad desnuda, para fundirse con el sol de las mareas. Queda la noche prometida en su silencio, la inmensidad de las constelaciones perdidas y posibles y esa palabra blanca de la ausencia junto a la infancia que alimenta la vida, como última imagen posible para la redención del mundo. El niño ante el ocaso frente a la “espantosa lucidez/ En los ojos insomnes de la noche perpetua”.
Ya en la soledad de aquel faro, que se yergue como estrella frente al oleaje, permanecerán los ecos de una apasionada y esencial travesía, en busca de la verdad, la libertad y la belleza. El movimiento pendular de aquel trapecio da la noche y el día.
¿Y si la voz emancipada del poeta, en su último balanceo, dejó el poema suspendido sobre el mar?
Mónica Manrique de Lara
Diciembre 2023@